Casi todos tenemos olores que nos evocan situaciones pasadas, casi siempre, placenteras. Olores de la infancia perdida para siempre:
Las inolvidables vísperas de fiestas con sus olores a jara en el horno encendida aromatizando los dulces bizcochos, las humildes perrunillas y las sencillas, pero excelsas, madalenas.
El olor del aire perfumado por el heno recién segado.
El escritor Andrés Trapiello nos cuenta que entre sus olores favoritos están el de las afiladuras de los lápices, a las que llama faralaes, con ese olor a cedro y a infancia.
A comentaristas de su blog, les gusta el olor a humo de leña, a tinta china del plumier de la infancia, el olor a goma de borrar.
Pío Baroja decía que le encantaba el olor a fuego, el olor a leña quemada, el olor que desprendía el romero y la higuera al quemarse.
Y contaba lo que le sugerían los olores. El olor a nardo le recordaba las calles de Madrid de cuando era estudiante, le daba la impresión de algo femenino y sensual. El olor a azafrán, lo asociaba a unas calles estrechas de Valencia. El olor del espliego, a las callejuelas de Madrid y el brasero de las porterías. El olor de la jara de las panaderías, a una mañana de un pueblo de la Vera de Plasencia.
1 comentario:
Qué grande don Pío
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